Culpable, culpable, gritaron los malos, llevando a Jesús a morir temprano. El pudo quedarse un poquito más con ese amor grande que esparció en las calles, los montes y el mar. Culpable, gritaron las calles de Jerusalén. Culpable, gritaron los viejos en el Sanedrín. Mataron al hombre de la eterna juventud. Él pudo quedarse con nosotros un poco más, con esa piedad inmensa que guardaba en su grande corazón. Debió seguir viviendo entre nosotros con la comprensión que salvó a Zaqueo, a la Magdalena, o a la adúltera, perseguida por el pecado de los hombres que gritaban culpable, mujer, culpable. Y hasta el mismo Judas se llevó a la tumba, aquella palabra de un amigo fiel que podía salvarlo de la ruina eterna: ¿“Amigo, porqué”? Él abrió los brazos y abrazó a este mundo, y esos brazos santos quedaron clavados, Jesús moribundo.
Ángeles, pastores, tiernos animales, cantaron al cielo su dulce canción, porque allí nacía el Pastor del mundo, el hombre sencillo que amaba tanto, como ama Dios. Lejos de su cuna, allá en Belén, reinaba aquel hombre, Herodes el grande, con furia en sus manos y en su corazón. Culpables, culpables, gritaron Herodes, y aquellos soldados que mataban niños sedientos de vida. Qué dolor más grande se grabó en la tierra, planeta doliente. Los padres y madres, hermanos y amigos, lloraron de pena en cada rincón de aquella Belén. Qué tristes espadas, que mataban niños, y lloraban sangre al amanecer.
Culpable gritó Herodes en la cárcel de Juan. Culpable, gritó Herodías, porque Juan amaba la verdad sincera. Culpable, se oyó en el silencio de la fría madrugada en Getsemaní, cuando Judas llegó a perseguir a Jesús como un malhechor, vendido por unas pocas monedas. Dios, dueño del mundo, qué poco valía. Culpable, gritó la ciudad deicida, que no pudo albergar a Dios allá en Belén, ni en Jerusalén, ni en el monte Garizín. Es la noche oscura, la hora de la muerte con los ojos cerrados, así nadie sabe quién gritó “culpable”.
Culpable, gritaron algunos al pie de la cruz. Culpable, es el grito santo que llevan los vientos por toda la tierra al morir Jesús. Culpable, suena en la conciencia de todos los hombres, por matar a Dios. Culpables, culpables, son todos aquellos que en su pobre vida no piden perdón.
Culpables, gritan hoy los ricos que obligan al pobre a mendigar pan. Culpables, gritan los más fuertes, hombres y mujeres llenos de poder, obligando al débil a cargar cadenas que generan muertes, conflictos inmensos que desgarran vidas sin razón de ser. Leyes y más leyes, muertes y más muertes, llevando la tumba a los nuevos Cristo, y el mundo se viste con ropa de sangre, y vuelve a matar al Jesús que nace. Este mundo llora, este mundo sufre, y la incertidumbre se come las vidas que temblaron cerca de un bruto poder. Culpables, hombres y mujeres golpean sus pechos pidiendo perdón, porque Dios se muere en su corazón.
El caos va en carros, en barcos y aviones, gritando “culpable” a los corazones que mueren de miedo. Pandemia del miedo a la enfermedad. El virus ya vino, y por donde pasa, deja tanto miedo, que ya nadie sabe cuándo es que se irá. Tal vez en 2 años, o en 5, o en 10. O a lo mejor ya perdió el boleto para regresar, y duerme tranquilo entre los pecados de esta triste vida, que se cansa, y cansa, de tanto esperar alguna salida.
Dios mío, este mundo muere, muere sin sosiego, porque corre y corre sin saber porqué. Mártires y mártires que mueren sin sangre, pues no tienen fe. Y ya no hay altares, ni una sangre buena, que este mundo pueda con su fe ofrecer. Un mundo aturdido, ovejas sin voz, caminos cerrados, matan la esperanza, y apagan la luz que puede alumbrar, es reino del mal, un mundo sombrío que no quiere a Dios.
Señor, mi Señor Jesús, con qué misericordia vas a perdonar a tantos muertos que no tienen Dios? Grandes caravanas que gritan y gritan, buscando algún dios, pero en el olimpo hay desolación. La fe no aguantó espera tan larga, es así, mi Dios.
Herodes de hoy, peores que el de ayer, manchados de sangre al pie de la cruz, que ahogan los niños antes de nacer. Y todos aquellos que se han atrevido a cruzar el puente del vivir humano, escuchan el grito de una muerte enferma: culpables, culpables, quédense en sus casas, tápense las bocas, abran las narices y cierren los ojos, pues si no hay verdades no hay nada qué ver. Y así no sabremos quién mató a quién, en un mundo ciego de hambre y de poder.
Serpientes armadas, Sodoma y Gomorra, diluvio de sangre, lluvia universal. Ay, quién lo diría que esto iba a pasar. Señor, Señor mío, libera a esta tierra, como liberaste a la pobre adúltera, cuando muchos gritaron a su alrededor, “culpable, culpable”.
Seguimos creyendo que tú volverás, que tu mente grande, alguna sorpresa un día traerá. Sé que así será. Pero ya mis ojos, mis ojos del alma, aquí no estarán. Pero me complace que alguien lo verá.
Envía a tus ángeles que cuiden la tierra, ya que un día dijiste que eres nuestra herencia, y que ya la muerte, murió en esta tierra, la Resurrección es la vida nuestra.
Ya no habrá culpables, ni muchos verdugos, ni llantos ni culpa, ni muerte en pecado, pues somos tu pueblo, y en ese amor grande que salió de tu alma fuimos perdonados. Mil gracias, mi Dios, gracias por la fe de tu pueblo santo.
Ya no habrá más muertes, pues tú perdonaste hasta a los verdugos, y abriste las tumbas de muertos en balde. Que corra tu vida por miles de calles. Que griten culpables, tú gritas perdón. Que siembren la muerte, tú siembras la vida, y al final del día, gana el que más siembra, gana el que más vale.
Que griten los mundos “culpable, culpable”, nosotros gritamos que viva la vida, para que su muerte no haya sido en balde.
Abrazos de niños, contigo mi Dios, abrazos de Padre, cargados de amor. Bendición del cielo, tan llenas de vida, con amor tan grande. Descansen en paz, los que creen en Dios, y Dios nunca muere. Culpable, no más. El perdón está. Y el cielo se encarga de traer la paz. Amén.
Por: P. Gumersindo Díaz, SDB