Cuarto artículo de la serie “El arte de la autocompasión como estilo de vida”, “No somos perfectos, ¡qué alivio!”.
En el artículo anterior decíamos que la compasión hacia sí mismo contiene tres elementos fundamentales: la bondad, el reconocimiento de la experiencia humana común, reconocer que nuestras vidas están interconectadas por la naturaleza nos ayuda a distinguir la autocompasión de la simple aceptación o del amor hacia sí mismo. Literalmente, compasión significa “sufrir con”, lo que implica una reciprocidad básica en la experiencia del sufrimiento. El sentimiento de compasión surge del reconocimiento de que la experiencia humana es imperfecta. La compasión hacia sí mismo enaltece el hecho de que todos los seres humanos somos falibles, de que las decisiones erróneas y los sentimientos de arrepentimiento son inevitables por mucha fuerza que se tenga.
La compasión recuerda que todos sufrimos y esto ofrece consuelo, porque todos somos humanos. Los sentimientos de rebeldía y desilusión son compartidos por todas las personas. El dolor que se experimenta en momentos de dificultad es el mismo que los demás sienten cuando las cosas no van bien. Los desencadenantes, las circunstancias, el nivel de dolor son distintos, pero el proceso es el mismo.
Cuando la persona se obsesiona con los aspectos no deseados de la propia vida experimenta miedo y enojo. Además, tiende a quejarse por todo y se aferra a la visión estrecha que tiene de las cosas sin percatarse que la percepción humana es limitada y engañosa.
Cuando solo se presta atención a las carencias sin tener en cuenta el conjunto de la experiencia humana, la perspectiva tiende a estrecharse. Nos percibimos absorbidos por los sentimientos de incapacidad e inseguridad. Sentir que no se tiene mérito va de la mano con sentirse apartado de los demás y de la vida. Cuanto más inútil se siente la persona más apartada y vulnerable se percibe. La imperfección hay que ubicarla dentro de la condición humana. Decir que en la vida todo nos va mal, habla de que posiblemente se está subyugado a creencias irracionales catastrófica. Tales ideas no permiten tomar conciencia de que las cosas no siempre pueden marchar como se desea o se quiere. Existen variables que hunamente no se controlan. Incluso, hasta la enfermedad la calificamos como algo inusual y anormal. Lo lógico es pensar que hay cosas que pueden ir mal en un momento dado.
Cuando la autoestima y el sentido de pertenencia se cimientan en el simple hecho de ser humanos, los demás no pueden rechazarnos. Nunca podrán despojarnos de nuestra humanidad por muy hondo que caigamos. El mero hecho de ser imperfectos confirma que somos miembros de la raza humana y, por tanto, siempre estaremos conectados con el todo.
La mente nos engaña. A nadie le gusta admitir sus defectos, pero hay personas para las que la imperfección resulta especialmente difícil de soportar. Los perfeccionistas experimentan estrés y ansiedad por conseguir que las cosas salgan perfectas, y se sienten desolados cuando no es así. Tienen expectativas irreales que conducen inevitablemente a la desilusión. Se sienten constantemente insatisfechos consigo mismos.
El perfeccionista quiere dar lo mejor de sí mismo, pero ignora su humanidad limitada; corren más riesgo de sufrir trastornos alimenticios, ansiedad y depresión. Si fuésemos perfectos, no seríamos humanos. Si algo es común a todas las personas es la imperfección. El ser humano es limitado por naturaleza, lo que implica que es normal que se equivoque. La imperfección posibilita el crecimiento y el aprendizaje. Aprendemos cometiendo errores, cayéndonos y levantándonos, como cuando se aprendía a caminar. Admitir los propios fallos con naturalidad libera de la presión de tener que hacerlo todo siempre perfecto. La cuestión no es fallar o no fallar, porque siempre cometeremos errores, sino cómo reaccionamos ante los fallos. Cada imperfección nos matiza, nos distingue y nos hace especiales. Paradójicamente nuestra imperfección es potencialmente nuestra perfección, en realidad somos un diseño perfecto. Si fuéramos perfectos no tendríamos el libre albedrío y no se podría valorar o reconocer a las personas que lo merecen.
La ilusión de tener el control en todo es solo eso, una ilusión. Y es una ilusión dañina, porque fomenta la autocrítica y la culpa negativa. Todos estamos sometidos a las limitaciones humanas, atravesamos momentos difíciles. Realmente resulta difícil imaginar la monotonía de la perfección. No somos perfectos, ¡qué alivio!
José Pastor Ramírez
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