La política como servicio

La política como servicio

Es un deber de todo cristiano involucrarse en política aunque esta sea “demasiado sucia”, al estar en ese areópago existe la posibilidad de trabajar por el bien común y para hacerla “más limpia”. El Papa Francisco dice al respecto que los laicos “han de inmiscuirse en la política porque esta es una de las formas más altas de la caridad y porque busca el bien común”.

 

En vista a las contiendas electorales que se están efectuando en Latinoamérica, específicamente en República Dominicana, el Boletín salesiano ha querido ofrecer a sus lectores el tema “La política como servicio” con el fin de sensibilizar para que se ejerza el voto con libertad y responsabilidad pensando siempre en el bienestar de la familia y del país. Además, es un subsidio que puede ser empleado para orientar en el ámbito escolar y catequístico.

 

Cuando se va a las urnas a votar se ha de actuar con prudencia y pensar detenidamente en el perfil de líderes políticos que convienen a la nación: ciudadanos que persigan el bien del pueblo, que amen y defiendan la vida, la transparencia, que amen las acciones bien hechas, la institucionalidad y el estado de derecho. Hay que evitar a los oportunistas, quienes buscan enriquecerse con la política. De igual forma se han de evitar a los mercenarios de la política, aquellos que pretenden perpetuarse en el poder sin valorar las vidas que en el pasado se inmolaron derramado su sangre para que tengamos un país libre y podamos hoy exhibir una democrática que crece y se desarrolla en el tiempo.

 

En el presente artículo se proponen nueve aspectos que a nuestro juicio son esenciales a la hora de crear las bases de la conciencia cívica de las presente y futuras generaciones: ética y política, política y límites, separación de los poderes públicos, proceso electoral y democracia, el político como servidor público, liderazgo político, política y bien común, el político de corte cristiano y por último la política como instrumento de servicio.

El presente artículo no pretende, de ningún modo, agotar el tema en cuestión sino más bien motivar a una reflexión pausada sobre el mismo.

 

  1. Ética política

 

La política, desde Aristóteles, en la obra del mismo nombre y del mismo autor, es considerada el arte del bien común; la ética, carácter y comportamiento atribuible a una comunidad determinada, la acción que persigue un fin. Ese fin es el bien y “el bien es el fin de todas las acciones del hombre”.

 

La Política, en la obra de Aristóteles y en La República de Platón, es la justicia; es el valor ético principal sobre el cual debe articularse el quehacer político. El fin de ella es obtener la justicia; el contenido de la Ética es la justicia, y esta, según Domicio Ulpiano, jurisconsulto romano considerado uno de los más grandes de la historia del derecho, es “dar a cada uno lo suyo, no hacer daño a los demás y vivir honestamente”. Cuando la política no persigue la justicia ha perdido el norte, está enferma y contamina todo lo que toca.

 

En este mismo orden, afirma el reconocido columnista y jurista Carlos Salcedo que “hoy asistimos a una crisis ético-política en la que cada vez son más volubles y vaporosas las bases éticas que conducen la conducta política, vaciando de contenido principista y axiológico el edificio institucional.

 

Esto genera incertidumbre y desconfianza ciudadana en el sistema político y es un caldo de cultivo para la ingobernabilidad, la inestabilidad democrática y la entrada de ideas populistas y autoritarias, pero de similar estofa antiética, basadas en un orden ficticio para enfrentar el caos.

 

El muro de contención contra la política sin ética lo constituyen los discursos normativos y las gestiones públicas de sólida base moral, así como una conciencia ciudadana capaz de hacer cumplir un régimen de consecuencias eficaz, que obligue a la autoridad política a propiciar el bien común. Es ahí donde la vertiente política de la ética se hace real y, por ello, será ética política práctica, por cumplir los principios y valores del Estado Social y Democrático de Derecho”. La medicina más efectiva para un político corrupto es una ciudadanía empoderada de los principios éticos y morales. Es decir, la política como toda realidad humana en su quehacer ha de partir de límites claros para que no se convierta en una realidad opresora o enferma.

 

  1. El respeto de los límites en política

 

Todo ser humano en su accionar personal, familiar y social ha de guiarse y comportarse de acuerdo a unos límites. La ausencia de tales límites hace de la persona un monstruo. Decía Alexander Hamilton que “el origen de todos los funcionarios del gobierno, justamente establecidos, debe ser un pacto voluntario entre los gobernantes y los gobernados, y debe ser objeto de esas limitaciones, que son necesarias para la seguridad de los derechos absolutos de estos últimos”. Es decir, establecer límites en el ejercicio de la política es asegurar el derecho a los ciudadanos y el bien de la nación. El político es un servidor del pueblo y ha de responder a sus requerimientos.

 

Por otra parte, sostiene el teólogo y experto en educación, Marcos Villamán, que la dedicación a la vida pública por la vía de la política es una exigente y necesaria opción de vida que impone implacables rigores (límites) a quienes la asumen de manera seria. Desagraciadamente, y por razones diversas, desde siempre ha habido no poca gente que se decide por andar este camino por motivaciones alejadas del norte que debería guiar esta fundamental actividad humana. Como siempre, los que así actúan hacen un flaco servicio al sentido y validez de la vocación política y a la colectividad a la que pertenece y que sigue confiando en la sinceridad de su discurso. Se genera así, el engaño social y la prostitución de lo que debería ser una rigurosa práctica orientada a la construcción de vida buena para todos los que en un contexto de pobreza extendida debería dirigirse a la construcción de la justicia y el derecho para todos.

 

Si bien la política se articula como ejercicio práctico del poder, es el servicio lo que constituye su fuente fundamental de legitimación. Equivocar esta perspectiva es un camino expedito hacia el uso idolátrico del poder, mientras que desarrollarla con ese norte constituye un camino cierto de humanización.

 

La idolatría en el poder es una expresión enferma generada por la ausencia de límites que se opone frontalmente a la visión centrada en el servicio y se esfuerza por negar todo valor a la misma descartándola como “sueño infantil” producto de la falta de “experiencia de la vida real”. Es esto lo que nos comunica la experiencia del Maestro de Nazaret ante la insistencia de los discípulos por ser los primeros, es decir, por disfrutar de las mieles del poder. Santiago y Juan, le solicitan en franca pugna por el poder: “Concédenos que nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. Su interés es el “jefeo”, la preocupación por “jefear”, pero Jesús, implacable, responde: “Saben que los que son tenidos como jefe de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre ustedes, sino que el que quiera llegar a ser grande entre ustedes será su servidor, y el que quiera ser primero entre ustedes, será esclavo de todos, pues el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos”. En el ejercicio de esa vocación de servicio es basilar respetar la independencia de los poderes del estado se da pie al “jefeo”, a los caciques, al absolutismo y a la dictadura.

 

  1. Separación de los poderes públicos

 

Un estado de derecho tiene tres funciones principales. En primer lugar crear las leyes por las que se va a regir ese Estado. En segundo lugar, gobernar el país de acuerdo a esas leyes. Y en tercer lugar vigilar que todo el mundo sin excepción, cumple esas leyes que se han creado. Las tres funciones son esenciales.

 

La separación de poderes, tradicionalmente Ejecutivo, Legislativo y Judicial, está basada en la necesidad de que existan, como postularon John Locke y Montesquieu, contrapesos y equilibrios, un balance entre los diversos poderes de un estado para que, a través de la vigilancia entre uno y otro, se garantice la igualdad de derechos inherente a una democracia mediante la distribución de responsabilidades y controles entre los distintos poderes.

 

Es importante la independencia del Ejecutivo, Legislativo y Judicial para que no desaparezca la soberanía popular. La separación de los poderes garantiza la salud democrática de las instituciones y que sigan bajo la supervisión y control de los ciudadanos.

 

En caso contrario, sería algo normal y habitual las injusticias de todo tipo. Piense que si los mismos que hacen las leyes son los que gobiernan el país según esas leyes y, a la vez, son quienes dicen quién cumple o deja de cumplir la Ley, sería muy fácil para ese grupo de personas hacerse las leyes a su medida, violarlas y no recibir ninguna sanción por ello.

 

El profesor universitario y columnista del diario “El día”, Celedonio Jiménez, recuerda que variadas y autorizadas voces de la República Dominicana han expresado su preocupación frente a pronunciamientos y acciones desde el litoral oficial. Aquí se pueden destacar la declaración del arzobispo de Santo Domingo, Mons. Francisco Ozoria Acosta y las intervenciones de sacerdotes en el sermón de las 7 palabras del Viernes Santo de este año, así como las declaraciones públicas de religiosos evangélicos, oponiéndose a la modificación de la Constitución para viabilizar la reelección.

 

Estas preocupaciones adquieren la mayor pertinencia en la actualidad, ya que se llevan a cabo reiteradas acciones de intervención telefónica, acometidas y reconocidas por el Ministerio Público.

 

Las intervenciones de teléfonos realizados contra ciudadanos, opositores y hasta jueces, son violatorios del derecho a la intimidad de las personas, consagrado por la Constitución de la República.

 

La ausencia de independencia de los poderes del estado afecta también gravemente los procesos electorales transparentes que contribuyen a la consolidación de la democracia.

 

  1. Proceso electoral y democracia

 

Desde el 12 de abril de 1923, la República Dominicana cuenta con una institución especializada en materia comicial que con los años se ha ido consolidando y definiendo hasta lo que tenemos hoy, la Junta Central Electoral (JCE). Con razón o sin ella, los partidos y los líderes políticos del país históricamente la han atacado. Algunos políticos se sienten con el derecho de condenarla y enjuiciarla siempre que ella no favorezca sus caprichos y su sed de poder, en el fondo lo que subyace es una incapacidad para aceptar una derrota electoral.

 

Al respecto, el abogado y columnista, Carlos Salcedo, afirma que en todo proceso electoral se busca que la JCE gane en credibilidad y legitimación ciudadana, al emitir el voto para sus líderes políticos preferidos. Todo cuanto contribuya a ganar credibilidad ha de ser bienvenido. El país necesita sosiego, lo que viene de la mano con la diafanidad, la confiabilidad del sistema electoral y la integridad de los miembros de la JCE, quienes sólo deben tener, como, a mi juicio lo tienen, un compromiso con la ley y no con personas o grupos políticos determinados.

 

A decir de Melissa Marcelino, del Observatorio político Dominicano, desde 1978 hasta la actualidad, la República Dominicana ha tenido procesos de cambio en cuanto al sistema electoral y las elecciones. Las estadísticas muestran claramente la ruptura que se produce en el año 1994, cuando se dividieron las elecciones congresuales y presidenciales.

 

Cabe destacar también que el sistema electoral dominicano es sumamente presidencialista. Esto implica que la participación de los ciudadanos es mayor en los comicios presidenciales. Se espera que con la unificación de las elecciones presidenciales y congresuales a partir de 2016 estimule una mayor participación de los votantes.

 

Actualmente, el país se encuentra en medio de cambios sustanciales, que incidirán en el sistema político y las elecciones. En tal sentido, es necesario mencionar la reforma a la Constitución dominicana aprobada en enero 2010, así como el cambio a partir de la aprobación de la Ley de Partidos, que ya es una realidad.

 

Sin embargo, aún no se han visualizado amplios cambios luego de la reforma constitucional. Según los datos presentados, el sistema electoral muestra una gran concentración de partidos, aunque en la práctica, se evidenciaba hasta hace poco un bipartidismo. Esto puede continuar variando o acentuándose con la nueva Ley de Partidos, cambiando la tradición de las alianzas estratégicas, lo que podría influir en la desaparición de partidos minoritarios y el fortalecimiento de los mayoritarios.

 

En República Dominicana se pueden identificar dos etapas en el desarrollo del sistema electoral, después de la transición de 1978. El primer momento abarca los años 1978-1994, y está marcado por la necesidad de construir un sistema electoral. En esta etapa las organizaciones políticas se hacen fuertes y estables.

 

El segundo momento inicia con la crisis electoral y la transformación de las reglas del proceso electoral, en el año 1994. A partir de entonces, se ha hecho evidente el incremento del nivel de abstención en las elecciones congresuales y municipales, no así en las presidenciales. Se ha producido una concentración del voto en los dos partidos mayoritarios, deteriorando el nivel de competitividad de los partidos minoritarios.

 

En estos últimos años se ha dado una reconfiguración del sistema de partidos, a partir de los cambios en el sistema electoral. Este proceso se encuentra aún en transición, incidiendo en algunas de las prácticas tradicionales del sistema de partidos en la República Dominicana. Cuesta aceptar los procesos electorales digitalizados, por la fragilidad de estos, pero es la meta hacia la cual se ha de caminar para consolidarla.

 

En definitiva, los líderes elegidos democráticamente han de convertirse en servidores públicos que exhiben con orgullo el atuendo de la transparencia, a respetar las leyes, a ser capaces de rendir cuenta cuando se le solicita y a efectuar su declaración jurada de bienes cuando le sea solicitada.

 

  1. El político como servidor público

 

Comenta el escritor, político y jurista dominicano, Rafael Alburquerque, que en sus escritos y alocuciones radiales, el literato y político dominicano, Juan Bosch insistió siempre en los valores que debían sustentar el quehacer político, y en un afán de que el hombre llano pudiera entender sus enseñanzas resumía esa conducta con una frase lapidaria: “a la política se va a servir y no a servirse”. Por eso siempre reiteraba que el afán de hacer riquezas era incompatible con la dedicación a la política. Si se quiere hacer fortuna, decía, oriente sus pasos hacia los negocios y hágase empresario industrial o comerciante.

 

Lamentablemente esas enseñanzas han sido ignoradas por una buena parte de la clase política dominicana, y esta afirmación la avala la reciente encuesta del Latinobarómetro en la cual se revela que el 87% de la población opina que la totalidad de los políticos son corruptos. El ansia de salir de la pobreza, el consumismo, la propaganda visual del mercado, la vida fácil y la ostentación impulsan al ciudadano hacia la corrupción, y el político no escapa a esta realidad que, en su caso, se nota mucho más por estar expuesto al escrutinio público.

 

La corrupción política empobrece más al país, pues los recursos robados bien hubieran podido ser utilizados en mejorar los servicios fundamentales que deben ofrecerse a la población dominicana. En este orden, se necesita, pues, un régimen de consecuencia: perseguir y sancionar judicialmente la corrupción; pero, además, una educación en valores que genere entre la población un sentimiento de repulsa y condenación a los corruptos.

 

Es iluminadora la frase que Juan Bosh escribiera en una carta dirigida a Trujillo: “Yo no concibo la política al servicio del estómago, sino al de un alto ideal de humanidad”. Esa política al servicio del estómago aprovecha la precariedad económica de los pobres para comprar cédulas de identidad, para ofrecer bebidas alcohólicas, alimentos y sumas de dinero. ¡Este no es el camino, eso no es política¡

 

Hoy se necesitan hombres y mujeres que generen un nuevo liderazgo político cuyo interés oculto no sea enriquecerse sino despertar la confianza en los ciudadanos, de los inversionistas nacionales e internacionales.

 

  1. Responsabilidad y liderazgo político

 

Cuando una persona tiene la capacidad de movilizar o inspirar a la gente para que alcance ciertos objetivos de una manera satisfactoria para el grupo de personas al que representa, se puede decir que tiene liderazgo político. Cuanto más se avanza, más poder político se gestiona. No basta, simplemente, un crecimiento numérico de una formación política, sino que es preciso que ésta aumente su poder político, su influencia sobre la sociedad, y que ésta se traduzca mediante la obtención de presidentes, congresistas y alcaldes.

 

El líder político ha de poseer unas cualidades en el mando: identificar a los militantes más capaces para ocupar tareas concretas; realizar los análisis políticos más lúcidos y que suponen las más exactas proyecciones de futuro. Asimismo, tiene siempre una respuesta oportuna ante cualquier situación; entiende, asumir y asimilar los sanos reflejos populares; debe ser honesto con su organización; poseer una convicción y una fe inquebrantable en la causa de la organización que defiende con tanta lucidez como tenacidad; saber reconocer sus errores, cuando los tiene; disponer de una fuerza interior superior a la normal. La Conferencia del Episcopado Dominicano el día 10 de octubre de 2019 al referirse al tema expresó: “es el momento en el que nuestros líderes deben demostrar sabiduría y madurez política. Que por amor a la Patria sean capaces de deponer sus intereses personales y grupales en procura del bien común”.

 

Las cualidades expuestas tienen su fundamento en la ética, si el líder no se mueve siguiendo todos estos principios, entonces su mal manejo arrastrará a todo su movimiento político, condenándolo a la desintegración; el líder que no decide morir a sí mismo por el bien de su organización, de sus sueños, no lo hará si llega al mando de un gobierno, porque su prioridad siempre estará reflejado hacia sus necesidades y no hacia las necesidades de la sociedad. Existen modelos interesantes de humanistas y políticos con un talante y una madurez ejemplar que son dignos de imitar.

 

Según el jurista, columnista y comentarista de temas políticos, Geovanny Vicente Romero, un ejemplo de liderazgo político que supo ejercer el poder e influir en la vida de millones de personas fue Nelson Mandela, quien luego de años en prisión  luchó por una causa, logró conquistar el poder y supo trabajar las inquietudes que inspiraron sus luchas y no llegó al poder para  improvisar, de hecho se retiró del poder cuando su pueblo lo seguía queriendo y el poder moral lo acompaño hasta el último de sus días.

 

Mahatma Gandhi es recordado por haber sido el líder hindú que se atrevió a desafiar el status quo de la India colonizada a través de mecanismos pacíficos de desobediencia civil, su liderazgo quedó probado más allá de la duda razonable con su capacidad de movilización de bases en la famosa Marcha de la Sal, ¡un éxito total!

 

Si el reverendo Martin Luther King Jr. hubiera optado por seguir el camino fácil de la violencia, en cuanto a protestar contra las discriminaciones raciales y civiles de la comunidad afroamericana de la época, hoy no sería el estandarte del Movimiento de  los Derechos Civiles de Estados Unidos. Decía Martin Luther King “de mi formación cristiana he obtenido mis ideales y de Gandhi la técnica de la acción”.

 

Estos son los perfiles de líderes que necesitamos hoy, personas con talante cuyo único interés sea construir naciones libres y democráticas fundamentadas en la justicia y el bien común.

 

  1. La política y el bien común

 

El profesor Rocco D’Ambrosio de la Universidad Gregoriana de Roma expresa que para hablar de política y bien común, nunca como ahora, es necesario volver a reflexionar sobre la información conciliar, que representa la síntesis moderna más esclarecedora en la materia: me refiero a la doctrina expresada en la Gaudium et Spes: “La comunidad política existe verdaderamente en función de aquel bien común en el cual encuentra su justificación plena y su sentido y del cual deriva su legitimidad jurídica, primigenia y propia”. La brevedad de la expresión no quita nada a la profundidad conceptual expresada.

 

La política existe en función del bien común. La visión católica del poder se funda en una doble base. El poder tiene su origen en Dios y su finalidad en el bien común.

 

Enumeremos y comentemos sintéticamente algunas de las posiciones histórico-filosóficas relacionadas con el bien común. Este no es sólo la paz y la defensa, como afirmaba Hobbes en su Leviathán; el bien común no es sólo la tutela de los derechos humanos, como, por ejemplo está esbozado en los textos de la tradición de la Revolución Francesa y de la Americana; el bien común no es sólo la defensa de la libertad, como en la elaboración de Spinoza y Kant; el bien común no es sólo la suma de los bienes materiales del individuo, nos referimos a Bentham y a su escuela; el bien común no pude finalmente ser prerrogativa exclusiva de un  estado ético, piénsese en el análisis de Hegel; el bien común no puede ser reducido a solos aspectos materiales y la instauración de nuevas relaciones económicas, según la teoría de Marx.

 

En el camino de la humanidad estas posiciones doctrinales, además de haber sido discutidas, han originado formas políticas diversas.

 

Nuestro análisis sería incompleto, si no respondiese, aunque sea brevemente, a la pregunta: pero ¿qué es en el fondo el bien común). “El bien común – afirma el Vaticano II – es el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección”. Plantea el Papa Francisco que “una política al servicio del bien común ha de asegurar el derecho fundamental, primero y primario, de toda persona humana, a la vida desde el instante mismo de su concepción, en el que ya ha de reconocérsele su dignidad ontológica de persona, hasta la muerte natural”.

 

El magisterio de la Iglesia ha intentado traducir a la práctica la indicación ética del bien común, ofreciendo listas sintéticas de condiciones esenciales y primarias. El Concilio  habla de cosas necesarias como: “el alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección de estado, y a fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a la adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada, y a la justa libertad también en materia religiosa”. Hoy es urgente educar para el compromiso por el bien común.

 

En las ejecutorias de los políticos y de los partidos dominicanos no siempre ha primado el bien común, sino el bien personal. Los pensamientos y comportamientos corruptos han debilitado drásticamente el buen hacer de los actores en vista a consolidar el estado de derecho, el bien común y la democracia en el país. Además, existe en el país una crisis de representatividad; de legalidad y de institucionalidad. Se negocian la ley y las instituciones en los pactos políticos. La crisis en la que ha caído la política y los líderes tradicionales requieren de propuestas que partan de los valores y las virtudes.

 

  1. El político de corte cristiano

 

El político puede y debe tener, en determinadas circunstancias, espíritu revolucionario, pero no debe ser tan sólo un revolucionario. El político que es tan solo un revolucionario, no realiza jamás la revolución proyectada, porque, falto de visión su puesto lo ocuparán quienes gozan de talento práctico, o, siguiendo al frente de la misma, la convierte en un caos que acaba confundiéndose con la tiranía. De este tipo de quehacer político tenemos diversos ejemplos en Latinoamérica y el mundo.

 

El político auténtico, y me refiero al político cristiano, conjuga igualmente el “finis operis” con el “finis operantis“, es decir, el fin de la obra política, con sus leyes propias, que a veces permiten calificarla de neutral, como una ley de transportes que podría subscribir un político ateo, y el fin que el político se propone con esa ley, y que no es otro, en nuestro caso, que un servicio al bien común.

El político se entrega a su labor con ánimo de sacrificio. Sabe que aquél que se mete a redentor es crucificado y, no obstante, acepta de antemano la crucifixión, con tal, si es posible, de redimir. Ese espíritu de servicio y de sacrificio le hace traspasar plenamente su vocación por las virtudes cardinales: Fortaleza, que evita o frena el efecto desmoralizador de la incomprensión, de la ingratitud y de la traición; Templanza, que evita o frena el orgullo que consigue deparar el éxito y la desesperación que logra producir el fracaso; Justicia , que evita o frena la tentación de inclinarse por lo útil, beneficioso o conveniente, sacrificando la obligación de dar a cada uno lo suyo; Prudencia, que evita o frena el desbocamiento intemperante, que lo mismo precipita a la acción, que la anquilosa por abulia o cobardía. En definitiva el político ha de dar cabida en la cotidianidad al “honrado ciudadano y al buen cristiano”.

 

Vale el esfuerzo hacer política desde el Evangelio para sanear nuestras frágiles democracias y reinventar nuevas instancias representativas de origen popular. El Papa Francisco comenta que la política no es el mero arte de administrar el poder, los recursos o las crisis. La política no es mera búsqueda de eficacia, estrategia y acción organizada. La política es vocación de servicio, diaconía laical que promueve la amistad social para la generación de bien común. Solo de este modo la política contribuye a que el pueblo se torne protagonista de su historia y así se evita que las así llamadas “clases dirigentes” crean que ellas son quienes pueden dirigirlo todo.

 

El político ha de ser un servidor que lucha por el bien común y por el respeto de los derechos fundamentales de los ciudadanos.

 

  1. La política como instrumento de servicio

 

En nuestros tiempos, la consideración de la política como servicio público está debilitada y por ende desprestigiada. Maquiavelo inauguró la modernidad, identificando el ejercicio de la política como el arte de mantenerse en el poder, una técnica ajena a cualquier valoración moral de los objetivos perseguidos por la acción política. Es una visión vigente en líderes políticos latinoamericanos, del que no se escapa República Dominicana.

 

La profesionalización de la política ha llevado a considerar al político un hombre que antepone sus intereses personales para mantenerse en el poder a cualquier otra idea o proyecto. En el mejor de los casos, los políticos representan intereses de sectores sociales más o menos amplios, articulados en partidos que se parecen a las antiguas facciones, enfrentadas en función de objetivos que todo el mundo juzgaba –con razón– ajenos al interés público.

Para hacer frente a tal situación, la democracia nos proporciona instrumentos valiosos para exigir de los políticos algunas cosas: primero, que elaboren un programa claro e inteligible basado en una visión articulada de lo que consideran el bien público; segundo, que sean leales a ese programa en su acción política; tercero, que en su conducta personal se ajusten a los presupuestos morales en los que necesariamente ha de basarse su propuesta política; cuarto, que no mientan en el ejercicio de su cargo.

 

La crisis actual, más que crisis política, es crisis de la política. La crisis política se da cuando, por alguna circunstancia, en una sociedad determinada se rompe el equilibrio de fuerzas del cual depende la estabilidad, sin que por ello se destruya ni la idea, ni la misión de la política. La crisis de la política se produce, en cambio, cuando esa tarea humana, esa condición natural de toda sociedad, pierde sentido y en cierta forma, deja de ser necesaria, se contamina. Creo que algo de esto está ocurriendo.

 

Antes de concluir quisiera sugerir cuatro acciones que hemos de efectuar: Primero, un mandato bíblico, el deber de orar siempre. Especialmente en favor de los que ocupan cargos públicos. Las oraciones de los fieles son más efectivas que cualquier gestión intelectual, por más elaborada que sea. Lo segundo, no ignorar el deber de votar. Los cristianos hemos de votar, aun cuando a veces tengamos que hacerlo escogiendo entre el menor de los males. También es sumamente importante el deber de estar formados e informados. Los cristianos hemos de estar informados con respecto a los problemas que afectan la vida presente y futura del país. Y finalmente, se tiene el deber de aspirar a puestos públicos. El ocupar puestos gubernamentales como creyentes beneficia al pueblo cuando mantenemos firmes las convicciones. No existe nada malo en aspirar a sentarse y ser parte de la estructura gubernamental del país.

 

Por otro lado, la política, entendida como una acción múltiple y variada, debe: En relación con la persona y con la sociedad civil: tutelar y promover los derechos fundamentales e inalienables de la persona, la dignidad y la igualdad de todos los ciudadanos; desempeñar sus tareas como servicio a las personas y a la sociedad; promover los valores fundamentales y utilizar los medios justos e idóneos para realizar el bien común, la justicia y la paz; utilizar las virtudes naturales, descritas ya en la cultura griega clásica, esto es, las llamadas virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. En relación con el poder público: usar los medios honestos para conquistar, mantener y asumir tal poder; ejercitar con imparcialidad y democracia el mandato que han recibido de los ciudadanos; favorecer la información y la participación democrática de los ciudadanos respetando el principio de la solidaridad, especialmente para con los más pobres; actuar con trasparencia en la administración personal y pública, haciendo un uso honesto del dinero público; respetar con justicia los derechos de la oposición. En relación con la comunidad humana: promover la solidaridad, el bienestar y la paz de todos los pueblos; solucionar los eventuales conflictos con el diálogo; realizar y consolidar un orden internacional, en el respeto de los principios que inspiran un orden jurídico en armonía con el orden moral; en fin, realizar el bien común.

 

José Pastor Ramírez

 

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